Un malestar invisible: derechos humanos y comunicación
- Rossana Reguillo
La relación entre derechos humanos y comunicación alude a una relación cultural, se trata fundamentalmente del debate entre la inclusión y la exclusión, por lo que se impone un trabajo para el desmontaje crítico de los dispositivos, discursos y mecanismos que naturalizan la exclusión y expropian la posibilidad de la palabra a mujeres, indígenas, jóvenes... Para analizar el modo en que estos son construidos y representados en el espacio público, la autora recurre a tres estrategias: el desmontaje de una expresión popular, la crítica a un pensamiento legitimado y el uso del relato etnográfico.
"Quien se hace la pregunta, ha de trabajar para responderla..."
Humberto Maturana
En un espléndido y hermoso libro coordinado por Pierre Bourdieu, titulado La miseria del mundo, este sociólogo francés señala que "la verdadera medicina, de acuerdo a la tradición hipocrática, comienza por el conocimiento de las dolencias invisibles, esto es, de los hechos que el doliente no cuenta, de aquellos de los que no tiene conciencia y de los que olvida relatar". Así que plantear la relación entre comunicación y derechos humanos, exclusivamente como una cuestión de visibilidad y acceso a los circuitos de la comunicación masiva, por parte de los grupos y sectores sociales que coexisten hoy en condiciones de desigualdad, es no solo reducir un problema a sus "síntomas visibles", sino renunciar a la posibilidad de re-pensar la comunicación no en sí misma, sino en relación con los deseos y con los proyectos que son su motor.
No basta la explosión de televisoras, radiodifusoras, productoras de cine, proyectos editoriales que cumplen, más o menos, con ciertas cuotas de inclusión "políticamente correctas" de ciertos temas y actores sociales, que en increíbles ejercicios de banalización, pretenden convencernos de que la democracia en esos ámbitos es un valor practicado. Tampoco se trata de los interminables debates legislativos para la elaboración de leyes sobre "políticas de comunicación" que, generalmente, no hacen sino aquietar las malas conciencias de "los tecnócratas que frecuentemente ignoran casi toda la vida cotidiana de sus conciudadanos y a quienes nadie recuerda su ignorancia" (Bourdieu, 1993), Muchas leyes no significan, necesariamente, mayor democracia si tras esto no hay un proyecto político y social.
El derecho a la comunicación es, sin duda, incuestionable, pero no hay que olvidar que se trata de un "continente" al que hay que dotar de contenido y este es el terreno donde las cosas se complican, porque el riesgo es el de substancializar los contenidos. Por ello, es importante colocar la reflexión y la discusión en el contexto de la experiencia cotidiana en la que mujeres y hombres se construyen como ciudadanos. Pienso que hoy, como nunca, la relación entre derechos humanos y comunicación se centra en la disputa entre los diferentes proyectos sociales que compiten en condiciones diferenciales por la conquista de una nueva hegemonía planetaria que habrá de decidir quiénes caben y quiénes no: se trata fundamentalmente del debate entre la inclusión y la exclusión.
De qué manera acercarse a una problemática que, desde mi perspectiva, rebasa la dimensión jurídica e incluso a los propios medios de comunicación, que no son sino la expresión más visible o un elemento más de una estructura de desigualdad que tiene que ver no solo con indicadores económicos, sino fundamentalmente con las maneras en que los seres humanos se construyen a sí mismos en su relación con los otros, en condiciones de respeto mutuo y de equidad. Poco se ganará con la apertura de los medios de comunicación o con la creación y fortalecimiento de redes comunicativas al proyecto dominante, sin un trabajo previo para el desmontaje crítico de los dispositivos, discursos y mecanismos que naturalizan la exclusión y expropian la posibilidad de la palabra, a los seres comunes, que dé sentido a un presente siempre pospuesto por las glorias de un futuro que siempre está en fuga.
Primer encuadre
Mientras se fortalece el discurso triunfalista del mercado y la nueva profecía neoliberal, y los Estados nacionales claudican de su papel en la política social y se transforman en el aparato de seguridad y control para que la transformación de la geografía política y social del mundo se verifique sin tropiezos, crecen en América Latina y en otras partes del mundo, los escenarios de pobreza dura.
Según datos de la CEPAL, el número de latinoamericanos y caribeños en situación de pobreza -210 millones- es hoy más alto que nunca en términos absolutos. En conjunto, América Latina ha producido más pobres en las últimas dos décadas que en toda su historia; tenemos menos oportunidades de empleo, un crecimiento acelerado de las economías informales y una brecha creciente entre la población con acceso a condiciones dignas de vida y los que viven en situación de pobreza extrema. No hay empleos, no hay viviendas, no hay educación de calidad.
La pobreza dura se expresa no solo a través de indicadores económicos, sino especialmente a través de una exclusión social justificada por los atributos asignados a algunas categorías socioculturales como la dimensión étnica, la edad y el género que, vinculadas a la pobreza, dan forma a un imaginario que, al movilizar los miedos de la sociedad, justifica la represión y la opresión.
Lo que esto revela de fondo es que el tejido sociocultural se está reconfigurando en sus formas de interacción, de integración y de gobernabilidad. A este panorama hay que añadir la emergencia de unas fuerzas ubicuas y crecientemente poderosas, cuya actuación clandestina es, paradójicamente, visible en prácticamente todos los niveles y esferas sociales: el narcotráfico y el crimen organizado.
Muchos medios de comunicación han encontrado en estas realidades una mina altamente productiva para explotar, no solo en los noticieros y espacios "informativos", sino en los géneros "nuevos" como el reality show y el talking show, que cuentan con impresionantes niveles de rating.
Sin embargo, no se trata aquí de hacer apología "de la catástrofe". Lo que se intenta mostrar con este panorama es el contexto que permite pensar de manera más densa la relación entre derechos humanos y comunicación.
Segundo encuadre
Las narrativas sociales que alimentan el imaginario de la pobreza, mejor, de los pobres, como directamente productores de la violencia, de la inseguridad y el deterioro de las sociedades, no son una novedad. Sin embargo, este imaginario se ve hoy fortalecido por la presencia ubicua de unos medios que establecen para cada acontecimiento una sola verdad, un solo ángulo de interpretación, deshistorizando los procesos que propician el inmediatismo y la lectura simplista de acontecimientos que requerirían marcos de intelección profundos y reflexivos.
Abunda la evidencia empírica de la espectacularización de ciertos acontecimientos sometidos a un proceso de "domesticación", cuyo fin es no solo el de contribuir a perpetuar la "naturalidad" del orden social, sino además el de reducir la complejidad social, al trabajar siempre con pares de oposición binaria: víctimas y verdugos, malos y buenos, normales y desviados.
Así, mediante este trabajo de reducción, los grandes medios han terminado por favorecer el endurecimiento del discurso de la exclusión, de la automarginación y la asunción de los estigmas por parte de los actores sociales desfavorecidos, como constitutivos identitarios. Desde el trabajo antropológico es común encontrar entre los sectores populares una disposición a aceptar pasivamente "la lectura" que, desde fuera, se les impone: "pues qué le vamos a hacer, seño, no tenemos educación, no sabemos cómo hacer las cosas bien", o "era natural que mi muchacho acabara así, si no lo hubiera matado el policía ese, solito se hubiera muerto de tanta droga".
Con absoluta impunidad, los medios erigen héroes y antihéroes, construyen estigmas sobre ciertos lugares y personas, violan el derecho a la privacidad no solo de los grandes personajes, sino de todos aquellos que puedan ofrecer como espectáculo un drama ejemplar: así, pierden su condición de seres humanos para convertirse en la evidencia contundente e irrefutable del mal que anida en ciertos estratos sociales. Lo que nunca se revela son las condiciones estructurales que explican, más allá de la anécdota, el drama de estos actores sociales, invisibilizando o neutralizando los mecanismos sociales que están a la raíz de las pequeñas o grandes tragedias individuales.
¿Más medios, más leyes sobre los medios, resolverían estos problemas? No hay respuestas unívocas; pero, sin duda alguna, el mejor antídoto contra la violación sistemática a los derechos humanos desde la comunicación, estriba en la posibilidad de intervenir directamente en la ruptura de las representaciones asumidas como "orden natural" y develar así el disfrazamiento simbólico que construye a ciertos actores y ciertos espacios para representar acciones que se rechazan (Bartra, 1996), convirtiendo la desigualdad estructural en un problema de diferenciación cultural: los pobres son malos, flojos y pecadores, porque son diferentes, son portadores de creencias degradadas; las mujeres son tontas e incapaces, por su condición biológica; los indígenas, ¡pobrecitos!, son sucios, tienen parásitos, no hablan español y se empeñan neciamente en mantener sus tradiciones, porque son premodernos y anacrónicos; los jóvenes son perversos y vulnerables, porque están enfermos de juventud. Así el aparato cultural legitimador y simplificador hace desaparecer las condiciones que explican la desigualdad y justifica la intervención de las instituciones de control para "normalizar", a través del castigo, la "folklorización" y la exclusión, todos aquellos elementos, creencias, prácticas y actores que se alejan del modelo cultural dominante.
A partir de esto, el desafío que se nos presenta entonces es el de abrir un debate que, en condiciones de igualdad, coloque como tema central los proyectos societales en disputa, desde una perspectiva cultural. Es decir, la democratización del espacio público, condición fundamental para garantizar una relación equilibrada entre derechos humanos, y comunicación, es centralmente un problema cultural. ¿Por qué?, porque la realización de los derechos humanos, como valor cotidiano, implica la posibilidad de que todos y todas puedan pronunciarse con certeza sobre su lugar en el mundo y ello solo será posible cuando la sociedad abra el juego para las diferentes formas de interpretar y colocarse en el mundo, sin que ello suponga una amenaza para nadie.
Una comunicación que realice los valores democráticos, no es un problema de emisores y receptores, ni de simulacros de representación de actores sociales en los distintos medios de comunicación. Lo que se juega en este debate es la lucha por la legitimación de la palabra propia en el contexto de las múltiples voces.
Tercer encuadre
El desafío cultural que coloca la relación entre derechos humanos y comunicación puede argumentarse a través de varias figuras sociales que hoy condensan los desequilibrios sociales: las mujeres, los indígenas y los jóvenes de los sectores populares que, paradójicamente, se han convertido en motivo de encendidos debates y apasionadas promesas en diferentes circuitos políticos.
Desde luego que no son las mujeres, los indígenas, ni los jóvenes populares, los únicos actores sociales sobre los que pesan un conjunto de estereotipos reductores, pero me parece que en mucho se beneficia la reflexión y la discusión, cuando un problema social se focaliza empíricamente. Pero no es solo una cuestión de método o de estrategia argumentativa, además en el transcurso de varios años dedicados a la investigación de la cultura, he desarrollado la hipótesis de que hay en estas identidades socioculturales pistas claves para transformar el espacio público de nuestras sociedades latinoamericanas, en la medida en que ellas representan la alteridad que puede ponerle contrapesos a los proyectos modernizadores de la región, que, con sus diferencias nacionales, se centran en lo masculino, lo blanco-criollo y lo adulto. Las mujeres han desafiado de múltiples modos, y generalmente en condiciones adversas, los esquemas de dominación masculina; los indígenas han colocado al centro del debate el desarrollo injusto y desequilibrado en sociedades que miran hacia el norte; los jóvenes han erosionado a través de sus prácticas irruptivas, las certezas del mundo adulto y racional, que no puede defender más la institucionalidad en crisis.
Para hacer la crítica del modo en que mujeres, indígenas y jóvenes populares, son construidos y representados en el espacio público, recurro a tres estrategias: el desmontaje de una expresión popular; la crítica a un pensamiento legitimado y el uso del relato etnográfico. Intento, con ello, apuntalar el argumento de que las relaciones entre derechos humanos y comunicación son, de fondo, relaciones culturales.
1. De la neutralización de las mujeres
La expresión "mujeres públicas" a diferencia de la de "hombres públicos", lejos de hacer alusión a la dimensión política y a la visibilidad en el espacio público, tiene una fuerte carga sexual: las "mujeres públicas" son las mujeres de todos. Lo público no es equivalente para ellos y ellas.
En el escenario político social hay entonces "hombres públicos" y "mujeres famosas o importantes". En América Latina existen hoy, indudablemente, muchas "mujeres importantes", sin embargo una mirada rápida al impacto de estas mujeres en la vida pública, arroja aún saldos negativos. Hay que pensar, por ejemplo, en el nombre de cinco mujeres que sean protagonistas claves en los distintos ámbitos de la vida pública del continente, este es un ejercicio difícil; en cambio, abundan los ejemplos para los hombres.
Salvo contadas excepciones, las mujeres importantes lo son en cuanto satélites de los hombres públicos. Con mucha frecuencia, las mujeres se hacen públicas por el acto masculino que las hace existir. Puede argumentarse en contra que, en muchos casos, por ejemplo en los de Clinton, son ellas y no ellos quienes llevan la batuta y que a este tipo de mujeres lo que les sobra es proyecto propio. De acuerdo. Pero, en términos de la percepción social, más allá de la política intramuros, hay una tendencia, culturalmente construida, a pensar a las mujeres como políticamente incapaces.
Una expresión aparentemente inocente y desprovista de peligrosidad, "hombres públicos", es, simultáneamente, producto y productora de un esquema organizativo del mundo, que señala que lo público es el dominio masculino. Y si la comunicación es lo público por excelencia, puede inferirse que a las mujeres se las expulsa hacia dentro y se las expropia el derecho a la palabra pública.
2. De la negación de los indígenas
Los movimientos indígenas del continente han levantado una importante discusión para las sociedades, no solo en México, aunque de manera importante en nuestro país, debido al movimiento zapatista, el debate ha cobrado visibilidad. No es fortuito que hoy los pueblos indígenas, alzados o no, se constituyan en uno de los temas centrales en los ámbitos políticos, sociales y académicos, ya que en su existencia (ancestral) y su vigencia (actual), en un mundo que no logra resolver el problema de la diferencia y se desgarra en innumerables conflictos raciales, étnicos, religiosos; estos pueblos indígenas cuestionan de fondo el modelo de desarrollo asumido por Occidente.
Para plantear este tema y vincularlo a la problemática que aquí nos ocupa, quiero citar un artículo (El País, 7/03/98) en el que Enrique Krauze propone un neologismo para definir lo que él considera la formación de una nueva ideología de tintes fundamentalistas: "el neoindigenismo", que sería para él una nueva fe intelectual que desdeña "el movimiento social más original e importante de la historia de México: el mestizaje". El historiador se refiere a los "nuevos profetas" de este "neoindigenismo", pero, al no dar nombres de los representantes de esta corriente, ni proporcionar referencias explícitas, este argumento es difícil de seguir. Sin embargo, resulta tramposo señalar que la discusión y la preocupación en torno a la situación de los pueblos indígenas, invalida o descalifica "el valor de cohesión que el mestizaje ha tenido en la historia de México", como piensa Krauze.
El mestizaje no es el cuento de hadas que reconfiguró la geografía política y social del continente para siempre jamás, ni el tema indígena significa soñar "con una vuelta al ilusorio edén de comunidades culturales y étnicas detenidas en el tiempo, amuralladas en el espacio", como critica Krauze. Los argumentos deben transitar por otras vías, precisamente por las del reconocimiento a la multiculturalidad existente en América Latina y en México y por la complejidad política que ello representa; porque si bien, en eso hay acuerdo, no se trata de convertir a los pueblos indígenas en un modelo único y en únicos guardianes de la verdadera esencia, tampoco se trata de meterlos en la licuadora de la integración modernista global. Hoy, y no solo en México, asistimos a las consecuencias de una ceguera histórica que optó por la homogeneidad, amputando, en la superficie, formas culturales, sociales, religiosas que, lo estamos viendo, reemergen con mucha mayor fuerza y con expresiones violentas. Por ello resulta urgente generar las condiciones para un diálogo que pueda traducirse en un ¿neopacto?, por utilizar el lenguaje de Krauze, de convivencia incluyente y equitativa.
Para Krauze, el mayor problema de México es la pobreza, "que no es étnico, sino social y económico... esa condición que no respeta las diferencias de raza ni se explica mayormente por ellas, y menos aún se combate enardeciéndolas". La frase es impecable, pero olvida Krauze a sus colegas historiadores y a lo que la antropología nos ha enseñado: las diferencias raciales y culturales, al ser convertidas en categorías de clasificación se convierten rápidamente en pretexto para la opresión y la marginación. ¿Cuántas grandes fortunas se encuentran en manos indígenas, cuántos indígenas ocupan puestos de dirección en las grandes transnacionales, cuántos llegan a la universidad, cuántos al Congreso? Negar el racismo velado que ha prevalecido en nuestra sociedad, no es "servir a la verdad objetiva" como compromiso intelectual que preocupa a Krauze. La pobreza sí tiene adjetivos.
No se trata de enardecer la diferencia, ni de exaltarla románticamente, pero sí se trata de escuchar en los movimientos indígenas una voz de alerta a lo que puede significar una sociedad que termine por negar, por indiferencia, cansancio, miedo o cinismo, ese antídoto contra la uniformidad y el autoritarismo, que es el respeto a la diferencia en la igualdad.
3. De la culpabilización de los jóvenes
Mientras la noche descendía rápidamente por las laderas de Petare en Caracas, Ronald dijo: "la policía de ahí, esa que ves, son los fontaneros, los que sacan la mierda de las cloacas". Con un intento de suicidio a cuestas, Ronald es un "chamo" de 16 años, que asumía con pasmosa tranquilidad que los jóvenes de los barrios (como se denomina en Venezuela a los cinturones de miseria) representaban el deshecho de la sociedad. Otro muchacho, que miraba a todas partes con ojos preocupados mientras subíamos por el Cañaveral, comentó "mi cédula tiene huequitos". Me tomó un rato comprender el significado de la afirmación: en Caracas, cada vez que la policía detiene a los jóvenes (pobres) por cualquier motivo, hace una perforación en la cédula de identidad que deben portar a toda hora. Así, poco a poco, la identidad se les llena de hoyos y el futuro es una coladera por la que se filtran los sueños.
En Guadalajara, mi ciudad, durante 1997, se presentaron a la CEDH, un total de 733 quejas por agravio en contra de jóvenes de 14 a 29 años. De ellas, las más frecuentes (205) se dieron por abusos de autoridad y por aprehensión ilegal (223).
De cara a los procesos de democratización, cómo explicar que unas sociedades que se presumen involucradas en su propio desarrollo, fracasen en preservar la vida (en condiciones dignas) de una parte importante de sus jóvenes. La pregunta por plantearse aquí es cómo intervenir a tiempo para que nuestros jóvenes no mueran real y simbólicamente de manera precoz.
Neutralizar (para ser mujer es muy inteligente), negar (en realidad él no querría ser indio) y culpar (el anarquismo juvenil es intolerable), no son sino otros rostros de la exclusión y son mecanismos a los que los medios de comunicación recurren con absoluta impunidad, ya que operan sobre un imaginario extendido y no problematizado que actúa como horizonte orientador de la acción, que el periodista, locutor, fotógrafo o camarógrafo, reproducen sin siquiera darse cuenta y de igual manera, es recibido, con diferencias, pero sin problematización. A la llamada mayoría silenciosa le parece absolutamente "normal", que las mujeres que toman decisiones hayan tenido que masculinizarse para sobrevivir en el juego o que en los géneros de ficción o en los noticiarios, se destaque la condición femenina como explicación de la incapacidad; o que los indígenas sean representados a través de sus comidas típicas y de sus "curiosas" costumbres, haciéndolos desaparecer como actores políticos; nadie se queja por el recurso mediático de las imágenes de jóvenes comunes y corrientes para ilustrar los reportajes sobre violencia urbana.
La marginalidad y la exclusión son condiciones que se aprenden, se hacen piel, se hacen conducta y esta es la mayor violación a los derechos humanos. Me parece imposible plantear el tema de los derechos humanos y la comunicación, sin un previo trabajo que desmonte los mecanismos legitimadores de la exclusión. Por ello, considero que no es suficiente con multiplicar los proyectos de comunicación alternativa, abrir espacios en los grandes medios, legislar sobre el derecho a la información y a la comunicación, si todo ello no va acompañado de una profunda revolución simbólica que altere de manera radical nuestra mirada, es decir, nuestra manera de entender el mundo. Va en juego el futuro.
El malestar difuso
La sensación generalizada y creciente de que por más cosas que se hagan, aumenta el deterioro y la descomposición social, genera varias formas de respuesta que, para decirlo de manera simple, van de la ignorancia optimista al pesimismo militante. Lo que parece común en estas actitudes es una especie de "acostumbramiento", una pérdida de la capacidad de asombro y de indignación con escapes y protestas rituales, cada vez que un acontecimiento parece ser la síntesis final de "lo intolerable", "lo inaudito", "la gota que derrama el vaso", hasta que un nuevo suceso irrumpe en la desmemoriada cotidianeidad mediática, para disputarle al anterior el récord de la desgracia y de la desdicha social. La cadena sigue interminablemente.
Sin embargo, los diferentes temas que hoy configuran las agendas públicas, en los distintos países de la región, tienen un elemento en común, señalan de diversas maneras que las reglas del juego político han cambiado y que la relación entre el Estado y la sociedad civil se está redefiniendo.
De los panoramas electorales a la creciente fuerza de los organismos no gubernamentales, la sociedad adquiere un nuevo protagonismo que debería ser tomado muy en serio por las autoridades, por los partidos políticos y por los medios de comunicación.
Entre los espacios ganados destaca el ámbito de los derechos humanos que, desafortunadamente, se ha convertido en un "lugar" de alta concentración de conflictos, en la medida en que los derechos humanos ponen a prueba cotidianamente el estado que guardan los procesos de democratización de la región. Es en este territorio, en el de los derechos humanos, donde el discurso de la modernización política se ve confrontado con la realidad.
No basta la declaración de intenciones cuando las evidencias señalan que en materia de derechos humanos todavía hay mucho por aprender y muchas deudas pendientes. Esto es, quizás, lo más significativo del momento actual, el aprendizaje colectivo que supone hacer realidad el principio de incorporación plena a la sociedad y el establecimiento de los acuerdos que la hagan posible.
De fondo, se trata centralmente de nuevas formas de cultura política, lo que implica dos asuntos importantes: para las autoridades gubernamentales, supone "aprender" a mirar a la sociedad como interlocutora y como delegadora de un poder transitorio cuyo ejercicio debe ser vigilado, sin que ello suponga la presunción de conjuras desestabilizadoras; para los ciudadanos, implica el acceso a la palabra pública y la asunción responsable de sus derechos.
Los vientos internacionales señalan con sutil presión que los derechos humanos dejaron de ser un tema para convertirse en condición irrenunciable de las democracias modernas. a
REFERENCIAS
BARTRA, Roger (1996): Las redes imaginarias del poder político. México: Océano.
BOURDIEU, Pierre (1997): Sobre la televisión. Barcelona: Anagrama.
-----(1993): La misère du monde. Paris: Editions du Seuil.
GEERTZ, Clifford (1987): La interpretación de las culturas. México: Editorial Gedisa
MATURANA, Humberto (1998): Emoçoes e linguagem na educaçao e na política. Bello Horizonte: Ed. UFMG.
MARTIN-BARBERO, Jesús (1995): "La comunicación plural: alteridad y socialidad". En: Varios Autores, Los medios, nuevas plazas para la democracia. Lima: Calandria.
TOURAINE, Alain (1997): Pourrons-nous vivre ensamble? Egaux e différents. Paris, Fayard.
No hay comentarios:
Publicar un comentario